Sueño de barrio de Roberto Fontanarrosa


El comisario Marconi se apretó los ojos con los dedos de la mano derecha, y luego, esgrimió un gesto de calma.
—Un momento, un momento —pidió— Empecemos de nuevo. Usted, Pendino, soñó...
Pendino se llevó una mano al pecho, asintió con la cabeza y buscó el tono menos trémulo para su voz.
—Yo soñé... que mantenía relaciones... digamos, íntimas, con la señorita —señaló con el mentón a Celina. Celina rompió a llorar, entrecortadamente.
—¡Te voy a matar, desgraciado...! —un agente tuvo que aferrar por el brazo al señor Bustamante, que pugnaba por lanzarse sobre Pendino.
—Usted no va a matar a nadie —elevó la voz el comisario—. Siéntese. Déjelo hablar acá... al hombre. Si no lo deja hablar...
—¡Es un depravado, un degenerado! —desde su asiento, Bustamante no se doblegaba. Tampoco Celina dejaba de llorar y ahora se había refugiado en los brazos de la madre.
—Siga, Pendino. Cuente... cómo fue...
—Yo estaba en el club, en el sueño yo estaba en el club y me acuerdo que llegaba el Ricardo. No tenía bien la cara del Ricardo, pero yo sabía que era el Ricardo...
—¿Quién es el Ricardo? —cortó el comisario.
—Un amigo de ahí, del club.
—¿Dónde vive?
—A la vuelta del club, al lado del almacén.
—¿El almacén de don Aldo?
—Sí.
El comisario estiró el mentón hacia el escribiente, para que no pasase por alto el detalle,
—Siga.
—Y no sé qué era que estaban haciendo en el club, estaban arreglando una pared, no sé. Había unas bolsas y Elio, el bufetero, las llevaba para adentro. Después llegaba el Colorado, que es otro amigo, pero eso era más raro porque yo sabía que era el Colorado pero la cara no era del Colorado, era como más gordo, así... —Pendino infló un poco los mofletes y simuló una papada con las manos.— Y estábamos ahí, y creo que el Colorado nos pedía que lleváramos una de las bolsas ésas de porlan o qué se yo, hasta la casa de él porque él tenía que escribirle una carta a una tía de Jujuy para decirle que estaban por construir una pieza en el fondo.
El comisario hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Encontraba el relato interesante.
—¿Después?
—Después —forzó su memoria Pendino—... no sé, no me acuerdo muy muy bien esa parte se me borra... No sé, no sé... Pero después aparecía, acá... la señorita...
El clima había retomado su consistencia tensa.
—Siga, siga —lo alentó el comisario.
—Tenía puesta una pollera roja, corta, bastante corta, y una remera azul sin mangas, bien ajustada... Y me acuerdo que empezábamos a hablar y ella me decía que tenía que ir a buscar algo a la piecita del utilero...
—Momento —interrumpió el comisario— ¿Ahí todavía estaban ese Ricardo y el otro, El Colorado?
—No, no. En esa parte ya no estaban. Además ya no estábamos en el salón del club, ahí donde le dije que estaban las bolsas ésas. Estábamos en el club pero en una especie de pieza más grande, con unas mesas y unos pizarrones. Pero era el club porque afuera se veía la cancha de básquet.
—¿O sea que no había nadie viéndolos, ningún testigo?
—No... —pensó Pendino— No... Tenía que haber gente en el club, porque en el sueño era de tarde, pero en ese momento ahí en ese salón que le digo no había nadie.
El comisario hizo un gesto con la mano, para que siguiera.
—Entonces... —continuó Pendino— ella... me decía que fuéramos hasta la piecita del utilero, que la acompañara... Ahí sí, salíamos al patio y había gente pero no sé quiénes eran. Pero eran mujeres, como si fueran de la comisión de damas. Y me acuerdo que para ir a la piecita teníamos que cruzar una especie de biblioteca, que eso es raro porque el club no tiene biblioteca pero yo después estaba pensando que debe ser porque yo el día antes había estado en lo de mi hermano, el Luis, y lo estuve ayudando a arreglar unos libros en la casa. Debe ser por eso, porque el club no tiene biblioteca, tiene un saloncito que al principio habían dicho que sería como un salón de lectura pero que después ya lo usaban para cualquier cosa y ahora se usa más que nada para jugar a las cartas... ¿vio?... No por dinero. Por pasar el rato.
—Siga, siga —urgió el comisario. Pendino frunció el ceño, pensando.
—Pasábamos por esa especie de biblioteca y ella... la señorita Celina me acuerdo que por ahí se daba vuelta y me decía "¿Qué haces?, apurate". Me decía "apurate". Y ella caminaba adelante mío... tenía una pollera ajustada...
Los sollozos hipantes de Celina volvieron a escucharse. La madre apretó aun más el abrazo. El comisario Marconi autorizó a seguir a Pendino.
—Después, después... entrábamos a ese lugar, a la piecita del utilero... y... bueno... ahí... bueno, lo que más o menos le conté.
—Explíqueme Pendino —reclamó el comisario.— Cuéntelo de nuevo. Su situación es muy delicada, Pendino.
—Bueno, ahí, en la piecita... —bajó un tono la voz—... tuvimos el... contacto carnal.
El sollozo de Celina se hizo llanto desgarrado.
—¡Miente, miente desgraciado, degenerado! —lo tuvieron que contener al señor Bustamante. —¡Que cuente de verdad cómo fue!
—Señor Pendino, señor Pendino... —procuró retomar el relato el comisario— Por lo que usted cuenta, debemos deducir que no hubo resistencia de la señorita, que no hubo violencia, que...— Pendino meneaba lenta pero firmemente la cabeza curvando las comisuras de sus labios hacia abajo.
—Ninguna, señor comisario, ninguna. Al contrario, le diría...
—¡Hijo de puta! —dos agentes tuvieron que contener ahora a Bustamante.— ¡Hijo de puta! ¡Decir eso de mi hija, de mi hija! ¡Él la forzó a ir a la piecita del utilero y allí la violó como vaya a saber a cuántas otras! ¡Degenerado! ¡Sátiro!
El comisario pareció no hacer caso de la efervescencia de Bustamante, quien, contenido ahora por dos agentes, era obligado a sentarse.
—Entonces... —pareció querer resumir el comisario Marconi— según usted no hubo violencia. Al contrario, hubo cierta provocación de parte de la señorita... —señaló con la palma de su mano derecha hacia arriba a Celina, la cabeza de ésta casi totalmente oculta en el regazo de su madre, se apreciaba el sacudirse de los hombros.
—¡Usted no puede decir eso, comisario! —tronó Bustamante. Ahora la palma de la mano derecha sonó como un disparo al dar contra el escritorio.
—¡Yo no lo digo, señor Bustamante! ¡Yo no lo digo! ¡Estoy tratando de dejar... —fue reduciendo el nivel de su voz, consciente de haberse, quizás, excedido— ...en claro las opiniones de ambas partes, eso es lo que estoy tratando. Y ésta es la opinión del acusado. No la mía. Es la opinión del acusado. Nada más.
—¡Es que no habría ni siquiera que oírlo —terció, inopinadamente dura, la madre de Celina.— ¡Es un asco... yo no sé si no tienen madre o no sé qué!
—Perdón, comisario —la voz medida pero clara del sumariante reclamó la atención de Marconi.— ¿El señor dijo: "pollera roja..."?
—Pollera roja... —se apresuró a contestar por el comisario, Pendino. —Una pollera roja, corta— se pasó el dedo índice por sobre los muslos —y remera azul, sin mangas.
—¿Tiene esa ropa su hija? —indagó Marconi. La madre de Celina le sostuvo la mirada un momento, como si lo reconociese, la boca ligeramente abierta.
—Sí. Sí la tiene. Pero la usa muy poco. Y menos de noche. Yo no se lo permitiría nunca.
—Ajá, ajá —se fregó la barbilla el comisario en tanto se ponía de pie dirigiéndose hacia la silla donde se inquietaba Pendino.— Sin embargo, hay algo, Pendino... hay algo que no lo veo demasiado claro. Algo que no está... digamos...
—¿Qué? —procuró sonsacar Pendino.
—Lo que ocurre, lo que ocurre cuando usted y la señorita entran en el lugar del hecho. En esa pieza.
—La piecita del utilero.
—Ahí —refrendó Marconi. —Ahí. Hay cosas que no están claras. Faltan detalles.
—Yo ya le conté —se excusó Pendino.
—Sí —aceptó el comisario—. Pero no. No. — Había caminado hasta el centro del despacho, observando el techo con manchas húmedas y luego se había vuelto nuevamente hacia el acusado— Trate de recordar cómo fue todo el asunto al entrar. Por ejemplo, quién cerró la puerta, cómo la cerró... Saber eso es muy importante, Pendino, para evaluar las posteriores intenciones.
—¿Usted dice lo que me dijo la señorita? —aventuró Pendino— ¿Ahí, cuando entramos a la piecita? Bueno...
—Yo digo, más que nada, lo que hizo usted, al entrar a la piecita esa...
—Del utilero.
—Del utilero. Cómo fue que cerró la puerta, con qué la atrancó, si participó de este hecho la señorita...
Pendino se rascó la punta de la nariz.
—Usted dice si la señorita me ayudó —preguntó, confuso. Pero ya el comisario había girado hacia el resto de los presentes.
—Porque hay un lenguaje de los gestos, también —explicó, didáctico— Un lenguaje expresivo, que puede ayudar la labor profesional de un policía. No es sólo un lenguaje verbal el que cuenta. ¿Soy claro?
Todos asintieron con la cabeza. El comisario, satisfecho, se volvió hacia Pendino.
—Usted entra a la piecita... —le brindó el comienzo.
—Del utilero.
—Usted entra a la piecita del utilero, junto a la señorita. Muy bien. Abre la puerta. ¿Usted abre la puerta?
Pendino pensó un poco, conocedor de que se adentraba en un terreno riesgoso.
—No —dijo— La señorita. Porque, acuérdese que ella iba adelante. Un poco, era ella la que me guiaba. Yo le dije que ella se daba vuelta y me decía: "Apurate". "Apurate" me decía. Ella iba adelante. Y ella abría la puerta de la piecita...
—Del utilero.
—Eso. Ella abría y entrábamos. Y ahí... —se encogió de hombros Pendino— Bueno...
El comisario se cruzó de brazos.
—¿Quién cerraba la puerta? —preguntó. Pendino lo miró. Luego hizo girar su mano derecha frente a sus ojos, graneando una suerte de nebulosa.
—Bueno —vaciló—. Esa parte un poco se me borra...
—¿Quién cerraba la puerta? —insistió Marconi.
—Hay partes en que... ¿vio...?
—Trate de recordar, Pendino —el tono del comisario fluctuó entre lo persuasivo y lo amenazador— Su situación es muy delicada. Le conviene recordar.
—¡Yo! —se esclareció Pendino— Yo cerraba la puerta. Porque venía atrás. ¿Vio?
—¿Cómo la cerraba? Pendino pareció sorprenderse.
—Bueno... —sonrió. El comisario lo instó a pararse, con un gesto.
—Póngase de pie, Pendino —señaló luego un punto en el piso del despacho, un metro escaso delante suyo— Venga acá adelante.
Pendino caminó hasta allí, con resquemor.
—Muy bien. Muy bien —aprobó el comisario— Ahora me va a repetir, fielmente paso a paso, lo que usted hizo en el sueño, cuando entra en la piecita...
—Del utilero.
—Del utilero. Vamos a hacer una reconstrucción del sueño. Es uno de los recursos... —el comisario instruyó a la audiencia—... que más pueden esclarecer una investigación. Haga de cuenta que ahí... —señaló a Pendino un vago recuadro en el aire— ahí, está la puerta. Muy bien. Usted entra —Pendino accionó el imaginario picaporte.
—Sí —dijo— Pasa la señorita. Y paso yo...— se detuvo un instante a pensar— Entonces... Había una mesa, me acuerdo.
—¿Una mesa? —frunció el ceño Marconi— Una mesa —buscó con los ojos— Sumariante, dele la mesa al señor.
El sumariante tuvo un gesto de duda.
—Dele la mesa al señor —urgió el comisario. El sumariante levantó con esfuerzo la máquina de escribir, y la depositó sobre sus rodillas mientras Marconi ponía la mesa frente a Pendino— Ya tiene la mesa. ¿Ve? Ningún problema. Así usted se va haciendo una composición de lugar más clara. Y nosotros también, por supuesto. Ya tiene la mesa.
Pendino se alisaba una ceja con la punta de los dedos.
—Después había... —rememoró— Usted vio que los sueños no son muy claros a veces. Pero había botellas, botellas amontonadas por el piso. Como botellas viejas ¿no?
El comisario dejó escapar un silbido inaudible.
—Botellas —repitió, pensativo— ¡Pérez!— llamó. De la habitación vecina apareció un agente delgado, de bigotes.— Vaya al cuartito de atrás y tráigame algunas botellas.
—¿A esta hora, comisario? —se asombró el agente.
—¡Al cuartito de atrás, Pérez! —se enojó Marconi— Botellas vacías, las que encuentre.
El agente Pérez salió, presuroso, y el comisario se volvió hacia Pendino, restregándose las manos.
—Ya tiene las botellas —se ufanó— Vio usted cómo vamos armando el lugar de los hechos. Ya ve que no es tan difícil. Y este procedimiento clarifica las cosas. ¿Qué más había?
—Había una heladera industrial —no vaciló Pendino— De esas de cuatro cuerpos.
El comisario lo miró, perplejo.
—Una heladera industrial... —repitió, con la esperanza de haber escuchado mal.
—Sí. Vieja.
Marconi giró sobre sí mismo, cruzó sus manos sobre los glúteos y masculló, ofuscado.
—¿De dónde saco yo una heladera industrial? —Luego tornó a enfrentarse con Pendino.
— ¿Cómo va a haber una heladera industrial en un cuarto de utilería, Pendino?
Este se encogió de hombros. —Había —dijo— No sé. De eso me acuerdo claro. Había una heladera industrial.
—¿Qué clase de sueños tiene usted? —gritó Marconi— ¿Para qué necesita un club como ése una heladera así? Un club, un club de... de morondanga... ¡Sueña a lo grande usted!
—Y... —se disculpó Pendino— ya bastante me privo en la vida real, no me voy a andar privando en los sueños...
—Bueno... —admitió el comisario— Bueno. Déjelo ahí...
—Además —se exaltó Pendino— yo por el club hago cualquier cosa.
—¡Sí! ¡Ya vemos las cosas que hace! —brincó el señor Bustamante— ¡Ya vemos!
Con un gesto perentorio, el comisario indicó a Bustamante su asiento. Luego volvió a ocuparse de Pendino.
—Déjelo ahí —repitió— Déjelo ahí.
Por un minuto sólo se escuchó el desparejo golpeteo de la máquina de escribir en precario equilibrio sobre las rodillas del sumariante. Marconi caminó hasta un ángulo del despacho.
—Bueno —dijo, poniéndose de frente a la pared— hagamos de cuenta que acá, está la heladera— se mantuvo un momento con los brazos bien abiertos, también las piernas, en un patético intento por estructurar frente a la imaginación de los presentes la sólida mole del artefacto— Acá. No nos vamos a detener por eso. Siga Pendino. Acá está la heladera.
—¿Dónde las pongo? —la voz del agente Pérez, apareciendo con una media docena de botellas vacías, interrumpió la explicación de Marconi. El comisario miró a Pendino.
—¿Dónde estaban? —le dijo— Trate de recordar.
—Al lado de la heladera.
—Déjelas al lado de la heladera —ordenó Marconi a Pérez, desentendiéndose de inmediato del asunto para volver al acusado— Muy bien. ¿Qué pasa, entonces?
Pendino se oprimió las fosas nasales, como abortando un estornudo, sin prestar atención a Pérez, quien, con ojos de alarma, seguía las indicaciones que, con gestos o miradas, le brindaban los demás.
Cuando Pérez depositó las botellas vacías en el piso, casi en el rincón, Pendino continuó el relato.
—Me acuerdo que la señorita —dijo— se sentaba en una silla...
—Una silla —reflexionó el comisario, paseando su vista por el salón hasta detenerla sobre el sumariante. Este apresuró la redacción del informe, procurando ignorar la mirada de su superior.
—Sumariante —reclamó Marconi—. Dele la silla al acusado. —El sumariante lo miró con expresión de ruego—. La silla, Bermúdez, sí. Su silla —ratificó Marconi—. Désela.
El agente Pérez ayudó al sumariante, preocupado éste en sostener la máquina de escribir, como a un niño, entre los brazos. La silla quedó ubicada junto a Pendino.
—Muy bien —aprobó Marconi—. La señorita se sentaba en la silla.
—Sí —dijo Pendino.
—Señorita Bustamante —llamó el comisario mirando a Celina—. ¿Usted no... —el gesto de la mano la invitaba a ocupar la silla. Pero los padres de la muchacha fueron un solo grito.
—¡No! —la madre cubrió a Élida con su cuerpo—. ¡Ni loca voy a permitir que mi hija vuelva a caer en...
—¡No le va a tocar un pelo a la nena! —se impuso la voz del señor Bustamante.
Marconi pidió calma con ambas manos. Reconocía su error de apreciación.
—De acuerdo —aceptó— de acuerdo. Es razona¬ble... es razonable... Este...
Observó con detención al sumariante. Parecía que estaba pensando. Pero en realidad estaba eligiendo—. Bermúdez, deje la máquina. Haga la parte de la señorita.
Un fugaz hálito de espanto atravesó los ojos del sumariante.
—¿Yo, comisario? —balbuceó.
—Sí. Rápido. Siéntese en la silla. Vamos. Es una formalidad, Bustamante. No interfiera la investigación.
El sumariante abandonó la máquina de escribir en el suelo y tomó asiento.
—Muy bien, Pendino —prosiguió Marconi—. ¿Qué pasa después?
—Bueno... ehhh... —rememoró Pendino—. Yo me acuerdo que la señorita me hablaba. Me hablaba, me conversaba...
—Pero... ¿Qué le decía?
—No recuerdo —frunció la cara Pendino—. De eso no me acuerdo. Pero era una cosa... este... amable. ¿No? Simpática... ¿Cómo decirle?
—Bueno, bueno, no tiene importancia —subestimó el comisario—. Vamos más que nada a las acciones. A ver Bermúdez, hable... Háblele acá al acusado.
—¿Yo? —se puso una mano en el pecho el sumariante.
—Sí. Usted le está hablando a Pendino. Han entrado a la piecita, posiblemente con propósitos poco claros. Pendino ha cerrado la puerta y usted se ha sentado en la silla y le habla...
Bustamante, envarado en su asiento, las manos sobre las rodillas, se mordisqueaba el labio superior. Volvió a mirar al comisario.
—¿Qué le digo? —preguntó.
—No sé, Bermúdez. No sé —se impacientó Marconi—. Pero hable...
—Bueno... eh... —pareció decidirse el sumariante—. En el día...
—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —lo cortó, estentórea, la voz de Marconi—. ¿Usted piensa que una señorita va a estar sentada así? ¿Usted vio cómo está sentado, Bermúdez? ¿Vio cómo está sentado?
El sumariante paseó una mirada trémula sobre su propio cuerpo, contraído y erecto.
—¿Piensa que una señorita se sentaría así? —castigó Marconi. Bermúdez negó con la cabeza para de inmediato estudiar la postura que, dignamente, procuraba mantener Élida en su asiento. Procedió entonces a copiarla lo mejor posible, entrecruzando algo las piernas, estirando un pie, llevando una mano a la cintura, adelantando apenas un hombro, girando unos grados el mentón.
—Vamos Bermúdez —lo alentó Marconi, colaborando incluso a que Bermúdez encontrase su posición sobre la silla, insinuándole con un leve empujón la curva de un muslo, presionando apenas con sus dedos bajo un codo—. Colabore un poco más. Métase más en la cosa. Vamos. Vamos. Usted está hablando... Hable...
El comisario se alejó de la silla del sumariante hasta ubicarse junto a Élida y sus padres. Todavía Bermúdez lo buscó una vez más, con la mirada. Marconi le hizo un gesto aprobatorio con la cabeza y con el dedo índice de su mano derecha oscilando frente a su boca escenificó la acción del hablar.
—Hoy, a 25 días del... —comenzó Bermúdez en voz muy baja.
—Más fuerte, Bermúdez —se ofuscó el comisario—. No se le escucha. ¿Ustedes lo escuchan? —consultó a los demás. Todos negaron con las cabezas—. No lo escuchan, Bermúdez.
El sumariante carraspeó, adoptó una expresión enérgica e intentó de nuevo.
—Hoy, a 25 días del mes de agosto, hacen acto de presencia en esta comisaría, los señores Emérito Nicolás de León, argentino, soltero de 28 años, y Efraín Francisco López, paraguayo, obrero de la construcción, quienes...
—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —el comisario estaba junto a la silla del sumariante, tomado al respaldo y procurando calmarse—. Atiéndame. Atiéndame Bermúdez. ¿Qué está diciendo, qué está diciendo? —Había acercado su rostro al del sumariante y adoptado un tono persuasivo—. ¿Usted piensa que una señorita que se ha dirigido a un local cerrado en compañía de un masculino con propósitos no del todo esclarecidos, puede hablarle así? ¿Usted cree, usted cree? ¿Le parece posible, Bermúdez? Razone Bermúdez, métase en la cosa. Métase en la personalidad de esa mujer...
—Es que no sé qué decir... —se disculpó el sumariante.
—Invente, Bermúdez. Improvise. Improvise —se irguió Marconi. Caminó un par de pasos, nervioso—. Tan ocurrente que es cuando tiene que pedir permisos para salir. Improvise, Bermúdez.
Marconi se dirigió hacia los demás, en voz algo más baja, pidiendo calma con sus manos.
—Está nervioso —explicó—. Está un poco nervioso. Hay que darle un poquito de tiempo. —Luego volvió junto a su subordinado—. Concéntrese Bermúdez, concéntrese —pidió—. Cuando empezó a hablar lo tenía, pero después lo perdió, lo perdió al personaje... Vamos... Vamos... Están en la piecita, usted se ha sentado y le habla al señor Pendino.
En puntas de pie, Marconi se alejó de Bermúdez, hasta situarse junto a Élida y sus padres. Bermúdez, levemente dilatados los ojos, abismado, permanecía en silencio.
—Me cubre con su máscara la noche —comenzó, de pronto. Su voz había tomado un matiz ronco y profundo— de otro modo verías mis mejillas enrojecer por lo que me has oído. Cuánto hubiera querido contenerme, cuánto me gustaría desmentirme, pero le digo adiós al disimulo... —giró su torso quedando enfrentado con Pendino, quien, quizás alarmado, se echó levemente hacia atrás—. Dulce Romeo, si me quieres, dímelo sinceramente, pero, si tú piensas que me ganaste demasiado pronto —allí se puso de pie velozmente Bermúdez, lo que comprimió aún más el clima ya denso de la escena— frunciré el ceño y te diré que no —se había apoyado en la mesa— y seré cruel para que tú me niegues —giraba por detrás de su propia silla— aunque de otra manera el mundo entero no podría obligarme a rechazarte —y se enfrentaba ahora con Pendino. Este lanzó una mirada rápida hacia el comisario, azorado, tanteando la posibilidad de una ayuda de parte de Marconi. Pero Marconi seguía extasiado los pasos de su subalterno, un puño crispado junto a su mejilla, el otro cerrado junto a su cintura, una expresión casi de gozoso dolor en el rostro.
—Bello Montesco, te amo demasiado y —continuó Bermúdez, su cara peligrosamente cerca de la de Pendino— tal vez por ello me hallarás ligera, pero te daré pruebas, caballero —el tono de Bermúdez había ido in crescendo, era ahora amenazante frente al gesto espantado de Pendino— de ser más verdadera que otras muchas que por astucia se demuestran tímidas —las últimas palabras habían sido gritos en la voz de Bermúdez—. Más reservada hubiera sido, es cierto, pero yo no sabía que escuchabas mi pasión verdadera —se apartó de repente de Pendino—. Ahora perdóname —casi sollozó— y no atribuyas a liviano amor lo que te descubrió la oscura noche —las últimas palabras casi no se escucharon, porque Bermúdez había caído como fulminado por un rayo y ahora lloraba con desconsuelo tremendo, aferrado a una pata de la mesa, sacudido por convulsiones, estremeciendo definitivamente a los presentes, quienes, con lágrimas en los ojos se miraban unos a otros, se abrazaban entre sí o gesticulaban aprobatoriamente. El comisario Marconi había depositado un beso en la frente del agente Pérez y luego, secándose los ojos con el dorso de la mano se acercó a reconfortar a los demás. Incluso Pérez, hombre por lo general austero en la administración de sus emociones, procuraba disimular sus lágrimas enjugándolas con un pedazo de franela destinado habitualmente a la limpieza del arma de la repartición.
—Bravo. Bravo Bermúdez. Bravo —se acercó Marconi hasta su subalterno, que permanecía aún prendido a la pata de la mesa, contraído, llorando presa de una crispación manifiesta.
—Relaje, Bermúdez, relaje —sugirió Marconi, en tanto procuraba levantarlo.
Pero Bermúdez se revolvía ante el contacto de las manos del comisario, como un niño encaprichado por algo. Finalmente el sumariante se fue calmando, se aflojaron sus músculos y pudo así Marconi ayudarlo a ponerse de pie, levantarlo sostenido por las axilas y depositarlo sobre la silla, donde procedió a acomodarle la corbata, alisarle el cabello y reconfortarlo con leves palmaditas en las mejillas en tanto Bermúdez continuaba hipando, sofocando cortos y nuevos accesos de llanto, aspirando profundamente para recomponer su respiración.
Cuando la tensión del momento hubo pasado, Marconi se dirigió a Pendino.
—¿Qué hace usted, entonces? —preguntó—. ¿Cómo sigue el sueño?
—Bueno... —recuerdo que la señorita— Pendino hizo un gesto tímido señalando a Bermúdez— por ahí, se levantaba y se apoyaba en la mesa. Y me miraba... digamos...
—A ver, Bermúdez —pidió el comisario—. Acérquese a la mesa.
Bermúdez miró a Marconi con ojos mansos. Se recompuso luego, y, dócil, se puso de pie para apoyarse en la mesa. La orden de Marconi, por otra parte, había sido cuidadosa, casi afable.
—Lo miraba —refrendó el comisario la apreciación de Pendino—. ¿Cómo lo miraba?
—Y...
—Provocativamente —propuso Marconi.
—Eso —con la afirmativa de Pendino, casi automáticamente, Bermúdez adoptó una pose sugerente, cercana a lo lascivo sin caer en ello.
—Ehh... —vaciló Pendino. Luego avanzó dos pasos hacia Bermúdez—. Yo me le acercaba...
—¡Señor comisario! —reclamó el padre de Élida poniéndose de pie—. Creo que esto es muy peligroso. Este tipo es un... un... degenerado sexual y puede...
—¡Siéntese, señor Bustamante! —ordenó Marconi—. Esto es un procedimiento policial.
—Yo me acercaba a ella —retomó el relato Pendino aproximándose dubitativamente al sumariante— y... —miró al comisario como pidiendo su aprobación—comenzaba a acariciarle los cabellos —Fue allí que el padre de Élida cayó sobre Pendino como un gato montés, aferrándole los brazos.
—¡No la toque a la nena! —rugió. La madre de Élida acompañó la carga de su marido, pero optó por abrazar, cubrir prácticamente con su cuerpo el cuerpo del sumariante.
—¡No se atreva a tocarle un pelo! —aulló, trágica—. ¡No se atreva!
Siguió un momento de total confusión, al que sólo la energía de Pérez y la corpulencia de Marconi lograron poner fin.
—¡Comisario! —reprochó la señora de Bustamante, que había abandonado al sumariante para colgarse de las solapas de Marconi—. ¡Usted no puede permitir esto! ¡Encerrar a mi Elidita con ese degenerado!
—Cálmese señora —rogó Marconi— Cálmese. No es su hija. Es nada más que una reconstrucción. Y no es su hija —el comisario condujo a la señora hasta su asiento y luego volvió junto al sumariante quien, trémulo ante el desorden, se hallaba aferrado al borde de la mesa.
—Usted vio —continuó explicando Marconi a la madre de Élida— que yo la suplanté por el sumariante Bermúdez. Él hubiese sabido defenderse.
Bermúdez había vuelto sus ojos hacia el comisario, ante el contacto de la mano de éste sobre su hombro.
—No juegue con mis sentimientos, comisario —le pidió.
—Usted bien sabe, Bermúdez —musitó Marconi, casi confidencial— que nunca hemos llevado una reconstrucción de un abuso sexual hasta sus últimas instancias.
Marconi se volvió hacia Élida y sus padres. Pidió calma con las manos.
—Reconozco —dijo— que tal vez sea algo prematuro realizar una reconstrucción estando tan fresco el recuerdo del sueño. Dejaremos que se enfríen los ánimos. No siempre salen bien. Pero recuerdo el caso de la reconstrucción de un crimen hecho al aire libre, que tuvimos que repetirla como quince veces. A pedido del público. Fue un verdadero éxito. Por eso yo recurro habitualmente a ellas.
Bermúdez se había apresurado a devolver la mesa y la silla a sus sitios originales, tornando la máquina de escribir a su lugar. De al lado de la máquina tomó entonces el comisario Marconi una carpeta rosa.
—Pero siempre hay otras alternativas a las que se puede recurrir —informó Marconi, en tanto hojeaba morosamente los folios—. Veamos... Señora de Quesada... ¡Señora de Quesada, por favor! —llamó.
Desde uno de los bancos situados junto a la puerta de entrada al despacho, se acercó una mujer flaca. Un agente le acercó una silla.
—Mire señor comisario —inició apenas se hubo sentado, sin descruzar los dedos donde apretaba un monedero ajado y sucio— ...como yo le contaba acá a la señora...
—Un momento, por favor —interrumpió Marconi—. Déle sus datos al sumariante.
La mujer recitó su nombre, estado y domicilio.
—Bueno, mire, señor comisario —retomó de inmediato— como yo le contaba acá a la señora apenas me enteré de... todo este asunto... yo anoche fui con mi marido a cenar al comedor del club. Nosotros casi nunca salimos con mi marido, pero anoche justo se dio de que yo tuve que ir al centro a la tarde y se me hizo tarde para volver entonces cuando volvió mi marido le dije que por qué no íbamos a comer algo ligero al club para no tener que ponerme a cocinar y todo eso, lavar platos y demás. Bué, y cuando fuimos al club me acuerdo perfectamente que ese señor... —señaló a Pendino— estaba con otros dos amigos en otra mesa, en una mesa de más allá, más cerca de la mesa de billar. Y me acuerdo patente que yo le comenté a mi marido, le dije: "Mira, viejo, qué manera de tomar vino esos muchachos, qué manera de tomar vino".
Pendino se revolvió, nervioso, en su asiento.
—Porque le aseguro, comisario —prosiguió la mujer— que yo no soy de fijarme en lo que hacen los demás, por mí que cada uno haga lo que quiera pero era increíble lo que tomaban esos muchachos. Increíble. ¡Las botellas de vino sobre la mesa! Tanto que mi marido, que mire que para que mi marido hable, mi marido me acuerdo que me dijo: "Es cierto". Hasta él se asombró, que no se asombra de nada, con eso le digo todo.
El comisario hizo girar lentamente un lápiz que sostenía con ambas manos sujetándolo por los extremos. Miró a Pendino. Enarcó las cejas, inquisitoriamente.
—¿Es cierto eso?
Pendino se cruzó de brazos, echó el cuerpo hasta recostarse contra el respaldo, estiró la pierna derecha, meneó la cabeza desestimando y agitó luego la mano izquierda en el aire como mostrando en la mano un papel inexistente.
—Ehhh... ¿Qué habremos tomado?... —continuó buscando la frase justa—. ¿Qué sabe esta... señora? ¿Qué...? ¿Estaba llevando la contabilidad de lo que nosotros tomábamos acaso?
—Mire joven... —la señora de Quesada echó el cuerpo hacia adelante, la nariz como una proa y depositó la punta de los dedos de su mano derecha sobre su tórax—
...si yo digo eso es porque...
—Déjeme de joder —Pendino viró su cuerpo hacia el otro lado, hizo un gesto de fastidio con la mano—. Mire, déjeme...
—Yo no le estaba llevando la contabilidad... —explicó la señora de Quesada, rectificó ella también la dirección de su torso quedando enfrentada al comisario Marconi, al observar que Pendino le daba prácticamente la espalda— yo no le estaba llevando la contabilidad, señor comisario, pero yo estaba de frente a la mesa de los señores y por eso lo veía perfectamente, no era que yo los estuviera vigilando ni nada, pero estaba de frente...
—Hablan al reverendo pedo... —masculló como para sí, y mirando hacia otro lado Pendino, aún cruzado de brazos.
—...y entonces por eso los veía —se hizo la que no lo oía la mujer— y me impresionó, porque le juro que me impresionó, comisario, la cantidad de botellas de vino que tenían en la mesa...
—...vieja de mierda, se la pasan al pedo en la casa y... —continuó como en un rezo, Pendino.
—Por eso es que se lo puedo decir... —lejos de amilanarse, se hizo más enérgica la voz de la mujer— con toda seguridad, señor comisario. Y si no lo cree, está mi esposo que no me deja mentir, y que si no vino es porque está en el trabajo, pero mañana o esta noche, si usted quiere que venga él viene porque él también lo vio, señor comisario.
Marconi le hizo un gesto como para demostrarle que su testimonio ya era suficiente.
—¡Son borrachos, comisario, son borrachos! —se envalentonó el señor Bustamante—. Son borrachos que cuando toman de más hacen cosas como la que hizo este hijo de puta, ¡porque otra cosa no se le puede llamar a este hijo de puta! ¡Si todos los conocen en el club, a él y a sus amigos, todos ya lo conocen bien, muy bien lo conocen!
—Siéntese Bustamante —ordenó Marconi.
—Es que es así, comisario —aprovechó para brindar apoyo la madre de Celina—. Yo también ahora me acuerdo de que a mí me habían contado de este grupito... esta patotita... —acentuó las silabas con desprecio.
—¿Qué patotita, qué patotita? —se ofuscó Pendino.
—Esta patotita —siguió ella— que se juntaban en el club, y tomaban vino y se la pasan jugando al billar, y diciéndole cosas a las mujeres, que no se puede ir tranquila a...
—Pero... ¿Quién le dijo eso, quién cuenta eso? —Pendino se soliviantó como para ponerse de pie, se contuvo luego, pero buscó la mirada de Marconi que justificara su indignación.
—Cállese, señora —aprobó Marconi—. Eso es algo que veremos en otro momento.
—Se ponen borrachos y después tienen esos sueños... —alcanzó a decir la madre de Celina.
—¡Y de algo estoy seguro —saltó como un resorte el señor Bustamante, como si hubiese estado aprovechando el momento en que se descuidasen sus custodios para lanzar su proclama— ¡Mi hija no se dejó! ¡Mi hija no se dejó como cuenta este delincuente! ¡Él la violó, la forzó!
Lo obligaron a sentarse por la fuerza.
—¡Él la violó! —insistió, no obstante. Celina, uniéndose al clima sensibilizado, lloró más estruendosamente.
—Mírela, comisario, mírela —gimoteó su madre, con lágrimas en los ojos, perdido ya en apariencia el frágil control que parecía mantener, acunando entre sus brazos, como si fuese una nenita, a Celina—. ¡Mírela, una Magdalena mi pobre hija! Y este... criminal... diciendo que ella hizo lo que hizo. Pregúntele a cualquiera, comisario, pregúntele a cualquiera, a la maestra que Celinita tuvo en la primaria, a las compañeras que tuvo hasta el año pasado en la secundaria, pregúnteles si Celinita es capaz de hacer una cosa así, ¡pregúntele a cualquiera!
—Señora —la palabra de Marconi solicitaba calma. La madre de Celina aspiró sonoramente, sacudió un poco la cabeza y con el labio inferior buscó sorber una lágrima que le había caído por la mejilla. Se hizo un incómodo silencio.
—¿Cómo se enteró usted... del hecho? —preguntó Marconi a la madre de Celina.
—Esta mañana —contestó por ella el señor Bustamante.
—Esta mañana, señor comisario —confirmó ella—. En la verdulería, cuando yo fui ya todo el mundo hablaba de eso —no pudo contenerse y rompió a llorar—. ¡Todo el mundo, todo el mundo! —articuló entre sollozos—. Todo el barrio enterado de lo de la nena! ¡La vergüenza, señor comisario, la vergüenza!
—¿Quién se lo dijo? —Marconi practicó su más frío tono profesional.
—Doña Pola, la de la esquina —la mujer pareció calmarse—. Parece que lo primero que había hecho esta mañana este... este delincuente... fue contárselo a todo el mundo, a todos sus amigos en el club. Doña Pola me contaba que se reían a carcajadas... los inmundos... Este delincuente les contaba a los gritos en el buffet del club y todos se reían...
La madre de Celina hundió el rostro sobre el cabello de su hija y continuó llorando, en silencio. El señor Bustamante hizo un movimiento como para incorporarse a consolar a su mujer, pero se contuvo. La señora de Quesada oscilaba su cabeza en un movimiento de negación y pestañeaba repetidamente alejando las lágrimas. Por primera vez, Pendino mostraba los ojos muy abiertos, asustado. Marconi levantó ambas manos y cuando ya parecía que iba a golpear duramente sobre su escritorio, las bajó con lentitud y depositó las palmas de plano sobre la madera.
—Sargento —llamó—. Lleve al matrimonio Bustamante y a su hija afuera. Que no se vayan todavía. Usted señora de Quesada, puede retirarse.
El comisario se puso de pie y todos lo imitaron.
Pendino pasó por su lado, tomado de un brazo por un agente.
—Le juro, comisario, que ella me provocó. En el sueño estaba bien clarito.
Marconi asintió con la cabeza y luego, con el mentón, le marcó el camino a seguir.
El sargento Ramírez se acercó, encendiendo un cigarrillo.
—Está jodida la situación de este pibe —le dijo Marconi, mirándolo.
—Parece ¿no?
Marconi se quedó con las manos en los bolsillos mirando las baldosas del patio.
—Es que uno dice ¿no? —comentó el sargento—. Pero también las minas andan ahora con cada ropa que... bueno... después el desgraciado es el tipo. Marconi enarcó las cejas, pensativo.
—¿Qué hay que esperar ahora? —preguntó el sargento.
—El informe del médico. Las manchas en... —dudó Marconi— ...en los calzoncillos de Pendino no se pueden comprobar porque él hizo desaparecer la prenda. Pero siempre pueden quedar manchas en las sábanas, o en la cama. Es lo que se está estudiando.
—Si es que hubo polución —arriesgó el sargento.
—Por supuesto, por supuesto. Si la hubo o no la hubo, eso puede cambiar mucho la cosa, Ramírez.
—Si se consumó la cosa.
—Ajá.
Ramírez tomó la carpeta que estaba sobre el escritorio y se fue para adentro.
El comisario Marconi siguió con las manos en los bolsillos, la vista perdida en el piso del patio, hurgándose los dientes con la lengua.
—Está jodida la cosa —murmuró.

Fontanarrosa Roberto. “Sueño de Barrio”. El mundo ha vivido equivocado y otros cuentos. Ediciones de la Flor. 1998.

Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1944. Su carrera comenzó como dibujante humorístico, destacándose rápidamente por su calidad y por la rapidez y seguridad con que ejecuta sus dibujos. Estas cualidades hicieron que su producción gráfica sea copiosa; a las recopilaciones de chistes sueltos ¿Quién es Fontanarrosa?, Fontanarrisa, Fontanarrosa y los médicos, Fontanarrosa y la política, Fontanarrosa y la pareja, El sexo de Fontanarrosa, El segundo sexo de Fontanarrosa, Fontanarrosa contra la cultura, El fútbol es sagrado, Fontanarrosa de Penal, Fontanarrosa es Mundial y Fontanarrosa continuará se le suman las de historietas Los clásicos según Fontanarrosa, Semblanzas deportivas, Sperman y las andanzas de sus personajes más famosos: Inodoro Pereyra, una parodia del gaucho tradicional, y Boogie, el aceitoso, de los que ya existen veinte y doce volúmenes, respectivamente. En medio de esta avalancha gráfica, publicó allá hace tiempo un libro de cuentos, Los trenes matan a los autos que fue tratado con cierta condescendencia por la crítica como el intento de un dibujante jugando a ser escritor. Años mas tarde insistió con la novela Best Seller, una aventura del mercenario sirio homónimo. Esta vez su próximo libro escrito no tardó en aparecer (El mundo ha vivido equivocado, cuentos), y desde entonces lo han venido haciendo regularmente. Hasta el momento, además de los citados, lleva publicadas las novelas El área 18, La Gansada y los libros de cuentos No sé si he sido claro, Nada del otro mundo, El mayor de mis defectos, Uno nunca sabe, La mesa de los Galanes, Una lección de vida, Puro fútbol, Te digo más y otros cuentos, entre otros. Sus textos relatan situaciones cotidianas entre gente “de barrio” (la amistad, el amor, la pasión por el fútbol, son algunos de sus temas preferidos) construidas desde “humor” y la “parodia”. En sus ratos libres se lo puede encontrar tomando un cafecito en el bar "El Cairo", en su Rosario natal, escenario de muchos de sus mejores cuentos.

"De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro" .   Roberto Fontanarrosa 

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