A la
mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura,
por haberme apartado del camino recto.
¡Ah! Cuán penoso me sería
decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi
pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del
bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sé decir
fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero
camino. Pero al llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me
había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya
de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos.
Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi
corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que
aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se
vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo
aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie
vivo.
Después de haber dado
algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa,
procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al
principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos
movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba
de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a
tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que
estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las
cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de
aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el
aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra
mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía
temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía
cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El
fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de
llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con
todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me
hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco
me repelía hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se
presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.