A la
mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura,
por haberme apartado del camino recto.
¡Ah! Cuán penoso me sería
decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi
pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del
bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto. No sé decir
fijamente cómo entré allí; tan adormecido estaba cuando abandoné el verdadero
camino. Pero al llegar al pie de una cuesta, donde terminaba el valle que me
había llenado de miedo el corazón, miré hacia arriba, y vi su cima revestida ya
de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos.
Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi
corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que
aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se
vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo
aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie
vivo.
Después de haber dado
algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa,
procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al
principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos
movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba
de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a
tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que
estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las
cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de
aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el
aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra
mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía
temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía
cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El
fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de
llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con
todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me
hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco
me repelía hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se
presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.
- Piedad de mí -le grité-
quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero.
Respondióme:
- No soy ya hombre, pero
lo he sido; mis padres fueron lombardos y ambos tuvieron a Mantua por patria.
Nací sub Julio, aunque algo tarde, y vi Roma bajo el mando del buen
Augusto en tiempo de los dioses falsos y engañosos. Poeta fui, y canté a aquel
justo hijo de Anquises, que volvió de Troya después del incendio de la soberbia
llión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu aflicción? ¿Por qué no
asciendes al delicioso monte, que es causa y principio de todo goce?
- ¡Oh! ¿Eres tú aquel
Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho raudal de elocuencia? -le
respondí ruboroso-. ¡Ah!, ¡honor y antorcha de los demás poetas! Válganme para
contigo el prolongado estudio y el grande amor con que he leído y meditado t u
obra. Tú eres mi maestro y mi autor predilecto; tú sólo eres aquél de quien he
imitado el bello estilo que me ha dado tanto honor. Mira esa fiera debido a la
cual retrocedía; líbrame de ella, famoso sabio, porque a su aspecto se estremecen
mis venas y late con precipitación mi pulso.
- Te conviene seguir otra
ruta -respondió al verme llorar-, si quieres huir de este sitio salvaje; porque
esa fiera que te hace prorrumpir en tales lamentaciones no deja pasar a nadie
por su camino, sino que se opone a ello matando al que a tanto se atreve. Su
instinto es tan malvado y cruel, que nunca ve satisfechos sus ambiciosos
deseos, y después de comer tiene más hambre que antes. Muchos son los animales
a quienes se une, y serán aun muchos más hasta que venga el Lebrel y la haga
morir entre dolores. Éste no se alimentará de tierra ni de peltre, sino de
sabiduría, de amor y de virtud, y su patria estará entre Feltro y Feltro. Será
la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la virgen
Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta
que la haya arrojado en el infierno, de donde en otro tiempo la hizo salir la
envidia. Ahora, por tu bien, pienso Y veo claramente que debes seguirme; yo
seré tu guía, y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno, donde
oirás aullidos desesperados; verás los espíritus dolientes de los antiguos
condenados, que llaman a gritos a la segunda muerte; verás también a los que
están contentos entre las llamas, porque esperan, cuando llegue la ocasión,
tener un puesto entre los bienaventurados. Si quieres, en seguida, subir hasta
ellos, te acompañará en este viaje un alma más digna que yo, te dejaré con ella
cuando yo parta; pues el Emperador que reina en las alturas no quiere que por
mediación mía se entre en su ciudad, porque fui rebelde a su ley. Él impera en
todas partes y reina arriba; arriba está su ciudad y su alto solio: ¡Oh! ¡Feliz
el elegido para su reino! Y yo le
contesté:
- Poeta, te requiero por
ese Dios a quien no has conocido, que me hagas huir de este mal y de otro peor;
condúceme adonde has dicho, para que yo vea la puerta de San Pedro y a los que,
según dices, están tan desolados.
Entonces
se puso en marcha, y yo seguí tras él.
CANTO
II
El día terminaba; la
atmósfera oscura de la noche invitaba a descansar de sus fatigas a los seres
animados que existen sobre la Tierra, y yo solo me preparaba a sostener los
combates del camino y de las cosas dignas de compasión, que mi memoria
trazará sin equivocarse. ¡Oh Musas!, ¡Oh alto, ingenio!, venid en mi ayuda: ¡oh
mente, que escribiste lo que vi!, ahora aparecerá tu nobleza.
Yo comencé:
- Poeta, que me guías,
mira si mi virtud es bastante fuerte antes de aventurarme en tan profundo
viaje. Tú dices que el padre de Silvio, aun corruptible, pasó al siglo inmortal
y pasó sensiblemente. Si el adversario de todo mal le fue favorable, debióse a
los grandes efectos que de él debían sobrevenir; y el por qué no parece injusto
a un hombre de talento; pues en el Empíreo fue elegido para ser el padre de la
fecunda Roma y de su imperio: el uno y la otra, a decir verdad, fueron
establecidos en favor del sitio santo en donde reside el sucesor del gran
Pedro. Durante este viaje, por el que le elogias, oyó cosas que presagiaron su
victoria y el manto papal. Después el Vaso de elección fue transportado hasta
el cielo para dar más firmeza a la fe, que es el principio del camino de la
salvación. Pero yo, ¿por qué he de ir?, ¿quién me lo permite? Yo no soy
Eneas, ni San Pablo: ante nadie, ni ante mí mismo, me creo digno de tal honor.
Porque si me lanzo a tal empresa, temo por mi loco empeño. Puesto que eres
sabio, comprenderás las razones que me callo.
Y como
aquel que no quiere ya lo que quería, y asaltado de una nueva idea, cambia de parecer, de suerte que abandona
todo lo que había comenzado, así me sucedía en aquella oscura cuesta; porque, a
fuerza de pensar, abandoné la empresa que había empezado con tanto ardor.
- Si he comprendido bien
tus palabras -respondió aquella sombra magnánima-, tu alma está traspasada de
espanto, el cual se apodera frecuentemente del hombre, y tanto, que le retrae
de una empresa honrosa, como una vana sombra hace a veces retroceder a una
fiera, cuando se introduce en la oscuridad. Para librarte de ese temor, te
diré por qué he venido, y lo que vi en el primer momento en que me moviste a
compasión. Yo estaba entre los que se hallan en suspenso, y me llamó una
dama tan bienaventurada y tan bella, que le rogué me diera sus órdenes.
Brillaban sus ojos más que la estrella, y empezó a decirme con voz angelical,
en su lengua: iOh alma cortés Mantuana, cuya fama dura aún en el mundo y
durará mientras su movimiento se prolongue! Mi amigo, que no lo es de la
ventura, se ve tan embarazado en la playa desierta, que en medio del camino el
miedo le ha hecho retroceder; y temo (por lo que he oído de él en el Cielo) que
se haya extraviado ya, y que yo haya acudido tarde en su socorro. Ve, pues, y
con tus elocuentes palabras, y con lo que se necesita para sacarle de su apuro,
auxíliale tan bien, que yo quede consolada. Yo soy Beatriz, la que te
hace marchar; vengo de un sitio adonde deseo volver: amor me impele, y es el
que me hace hablar. Cuando vuelva a estar delante de mi Señor, le hablaré de ti
bien y con frecuencia. Calló entonces, y yo repuse: ¡Oh mujer de virtud
única, por quien la especie humana excede en dignidad a todos los seres contenidos
bajo aquel Cielo que tiene los círculos más pequeños! Tanto me place tu orden,
que si ya te hubiera obedecido, creería haber tardado: no tienes necesidad de
expresarme más tus deseos. Mas dime: ¿por qué causa no temes descender al fondo
de este centro desde lo alto de esos inmensos lugares, adonde ardes en deseos
de volver? Puesto que tanto quieres saber, te diré brevemente, respondióme, por
qué no temo venir a este abismo. Sólo deben temerse las cosas que pueden
redundar en perjuicio de otros, pero no aquellas que no inspiran este temor.
Por la merced de Dios, estoy hecha de tal suerte, que no me alcanzan vuestras
miserias, ni puede prender en mí la llama de este incendio. Hay en el Cielo
una dama gentil, que se conduele del obstáculo opuesto al que te envío, y
que mitiga el duro juicio de la justicia divina. Ella se ha dirigido a Lucía
con sus ruegos, y le ha dicho: Tu fiel amigo tiene necesidad de ti, y te
lo recomiendo, Lucía, enemiga de todo corazón cruel, se ha conmovido e ido al lugar
donde yo me encontraba, sentada al lado de la antigua Raquel. Y me ha dicho:
Beatriz, verdadera alabanza de Dios, ¿no socorres a aquél que te amó tanto,
y que por ti salió de la vulgar esfera? ¿No oyes su queja conmovedora?
¿No ves
la muerte contra quien combate sobre ese río, más formidable que el mismo mar? En el
mundo no ha habido jamás una persona más pronta en correr hacia un beneficio ni
en huir de un peligro, que yo, en cuanto oí tales palabras. Descendí desde
mi dichoso puesto, fiándome en esa elocuente palabra que te honra, y que
honra a cuantos la han oído. Después de haberme hablado de este modo, volvió
llorando hacia mí sus ojos brillantes, con lo que me hizo partir más presuroso.
Y me he dirigido a ti tal como ha sido su voluntad, y te he preservado de
aquella fiera que te cerraba el camino más corto de la hermosa montaña.
Pero, ¿qué tienes?, ¿por
qué te suspendes?, ¿por qué abrigas tanta cobardía en tu corazón?, ¿por qué no
tienes atrevimiento ni valor, cuando tres mujeres benditas cuidan de ti en la
Corte celestial, y mis palabras te prometen tanto bien? Y así como las
florecillas, inclinadas y cerradas por la escarcha, se abren erguidas en cuanto
el Sol las ilumina, así creció mi abatido ánimo, e inundó tal aliento mi
corazón, que exclamé como un hombre decidido:
- ¡Oh! ¡Cuán piadosa es la
que me ha socorrido! ¡Y tú, alma bienhechora, que has obedecido con tal
prontitud las palabras de verdad que ella te ha dicho!
Con las tuyas has
preparado mi corazón de tal suerte, y le has comunicado tanto deseo de
emprender el gran viaje, que vuelvo a abrigar mi primer propósito. Ve, pues;
que una sola voluntad nos dirija: tú eres mi guía, mi señor, mi maestro.
Así le dije, y en cuanto
echó a andar, entré por el camino profundo y salvaje.
CANTO
III
Por mi se va a la ciudad
del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada;
la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la
suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a
excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza! Vi escritas estas palabras con caracteres negros en
el dintel de una puerta, por lo cual exclamé:
- Maestro, el sentido de
estas palabras me causa pena.
Y él, como hombre lleno de
prudencia me contestó:
- Conviene abandonar aquí
todo temor; conviene que aquí termine
toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la
dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia.
Y después de haber puesto
su mano en la mía con rostro alegre, que me reanimó, me introdujo en medio de
las cosas secretas. Allí, bajo un cielo sin estrellas, resonaban suspiros,
quejas y profundos gemidos, de suerte que al escucharlos comencé a llorar.
Diversas lenguas, horribles blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, voces
altas y roncas, acompañadas de palmadas, producían un tumulto que va rodando
siempre por aquel espacio eternamente oscuro, como la arena impelida por un
torbellino. Yo, que estaba horrorizado, dije:
- Maestro, ¿qué es lo que
oigo, y qué gente es ésa, que parece doblegada por el dolor?
Me respondió:
- Esta miserable suerte
está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer
alabanzas ni vituperio; están confundidas entre el perverso coro de los ángeles
que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí. El
Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno
no quiere recibirlos por la gloria que con ello podrían reportar los demás culpables.
Y yo repuse:
- Maestro, ¿qué cruel
dolor les hace lamentarse tanto?
A lo que me contestó:
- Te lo diré brevemente.
Éstos no esperan morir; y su ceguedad es tanta, que se muestran envidiosos de
cualquier otra suerte. El mundo no conserva ningún recuerdo suyo; la
misericordia y la justicia los desdeñan: no hablemos más de ellos, míralos y
pasa adelante.
Y yo, fijándome más, vi
una bandera que iba ondeando tan de prisa, que parecía desdeñosa del menor
reposo; tras ella venía tanta muchedumbre, que no hubiera creído que la muerte
destruyera tan gran número. Después de haber reconocido a algunos, miré más
fijamente, y vi la sombra de aquel que por cobardía hizo la gran renuncia.
Comprendí inmediatamente y adquirí la certeza de que aquella turba era la de
los ruines que se hicieron desagradables a los ojos de Dios y a los de sus
enemigos. Aquellos desgraciados, que no vivieron nunca, estaban desnudos, y
eran molestados sin tregua por las picaduras de las moscas y de las avispas que
allí había; las cuales hacían correr por su rostro la sangre, que mezclada con
sus lágrimas, era recogida a sus pies por asquerosos gusanos.
Habiendo dirigido mis
miradas a otra parte, vi nuevas almas a la orilla de un gran río, por lo cual,
dije:
- Maestro, dígnate
manifestarme quiénes son y por qué ley parecen ésos tan prontos a atravesar el
río, según puedo ver a favor de esta débil claridad.
Y él me respondió:
- Te lo diré cuando
pongamos nuestros pies sobre la triste orilla del
Aqueronte.
Entonces, avergonzado y
con los ojos bajos, temiendo que le disgustasen mis preguntas, me abstuve de
hablar hasta que llegamos al río. En
aquel momento vimos un anciano cubierto de canas, que se dirigía hacia nosotros
en una barquichuela, gritando:
- ¡Ay de vosotras, almas
perversas! No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra
orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío. Y tú,
alma viva, que estás aquí, aléjate de entre esas que están muertas. Pero cuando
vio que yo no me movía, dijo: Llegarás a la playa por otra orilla, por otro
puerto, mas no por aquí: para llevarte se necesita una barca más ligera.
Y mi guía le dijo:
- Carón, no te irrites.
Así se ha dispuesto allí donde se puede todo lo que se quiere; y no preguntes
más.
Entonces se aquietaron las
velludas mejillas del barquero de las lívidas lagunas, que tenía círculos de
llamas alrededor de sus ojos.
Pero aquellas almas, que
estaban desnudas y fatigadas, no bien oyeron tan terribles palabras, cambiaron
de color, rechinando los dientes, blasfemando de
Dios, de sus padres, de la
especie humana, del sitio y del día de su nacimiento, de la prole de su prole y
de su descendencia: después se retiraron todas juntas, llorando fuertemente,
hacia la orilla maldita en donde se espera a todo aquel que no teme a Dios. El
demonio Carón, con ojos de ascuas, haciendo una señal, las fue reuniendo,
golpeando con su remo a las que se rezagaban; y así como en otoño van cayendo
las hojas una tras otra, hasta que las ramas han devuelto a la tierra todos sus
despojos, del mismo modo los malvados hijos de Adán se lanzaban uno a uno desde
la orilla, a aquella señal, como pájaros que acuden al reclamo. De esta suerte
se fueron alejando por las negras ondas, pero antes de que hubieran saltado en
la orilla opuesta, se reunió otra nueva muchedumbre en
la que aquéllas habían
dejado.
- Hijo mío -me dijo el
cortés Maestro-, los que mueren en la cólera de Dios acuden aquí de todos los
países, y se apresuran a atravesar el río, espoleados de tal suerte por la
justicia divina, que su temor se convierte en deseo. Por aquí no pasa nunca un
alma pura; por lo cual, si Carón se irrita contra ti, ya conoces ahora el
motivo de sus desdeñosas palabras.
Apenas hubo terminado,
tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que
sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un
viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como
un hombre sorprendido por el sueño.
CANTO
IV
Interrumpió mi profundo
sueño un trueno tan fuerte, que me estremecí como hombre a quien se despierta a
la fuerza: me levanté, y dirigiendo una mirada en derredor mío, fijé la vista
para reconocer el lugar donde me hallaba. Me vi junto al borde del triste
valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, semejantes a truenos.
El abismo era tan profundo, oscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en
su fondo, pues no distinguía cosa alguna.
- Ahora descendamos allá
abajo, al tenebroso mundo -me dijo el poeta muy pálido-; yo iré el primero; tú
el segundo.
Yo, que había advertido su
palidez, le respondí:
- ¿Cómo he de ir yo, si
tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?
Y él repuso:
- La angustia de los
desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas
por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.
Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo.
Allí, según pude advertir, no se oían quejas, sino sólo suspiros, que hacían
temblar la eterna bóveda, y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa
multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:
- ¿No me preguntas qué
espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir
adelante, que éstos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante,
pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fe que forma t
u creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como
debían: yo también soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa,
estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo sin
esperanza.
Un gran dolor afligió mi
corazón cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban
suspensas en el Limbo.
- Dime, Maestro y señor
mío -le pregunté para afirmarme más en esta Fe que triunfa de todo error-,
¿alguna de esas almas ha podido, bien por sus méritos o por los de otros, salir
del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?
Y él, que comprendió mis
palabras encubiertas y oscuras, repuso:
- Yo era recién llegado a
este sitio, cuando vi venir a un Ser poderoso, coronado con la señal de la
victoria. Hizo salir de aquí el alma del primer padre, y la de Abel su hijo, y
la de Noé; la del legislador Moisés, tan obediente; la del patriarca Abraham, y
la del rey David; a Israel, con su padre y con sus hijos, y a Raquel por quien
aquél hizo tantos, y a otros muchos, a quienes otorgó la bienaventuranza; pues
debes saber que, antes de ellos, no se salvaban las almas humanas.
Mientras así hablaba no
dejábamos de andar, pero seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la
selva que formaban los espíritus apiñados. Aun no estábamos muy lejos de la
entrada del abismo, cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las
tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no a tanta que
no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.
- Oh tú, que honras toda
ciencia y todo arte, ¿quiénes son ésos, cuyo valimiento debe ser tanto, que así
están separados de los demás?
Y él a mí:
- La hermosa fama que aún
se conserva de ellos en el mundo que habitas, les hace acreedores a esta gracia
del cielo, que de tal suerte los distingue.
Entonces oí una voz que
decía: ¡Honrad al sublime poeta; regresa su sombra, que se había separado de
nosotros! Cuando calló la voz, vi venir a nuestro encuentro cuatro grandes
sombras, cuyo rostro no manifestaba tristeza ni alegría. El buen maestro empezó
a decirme:
- Mira aquel que tiene una
espada en la mano, y viene a la cabeza de los tres como su señor. Ese es
Homero, poeta soberano; el otro es el satírico
Horacio, Ovidio es el
tercero y el último Lucano. Cada cual merece, como yo, el nombre que antes
pronunciaron unánimes; me honran y hacen bien.
De este modo vi reunida la
hermosa escuela de aquel príncipe del sublime cántico, que vuela como el águila
sobre todos los demás.
Después de haber estado
conversando entre sí un rato, se volvieron hacia mí dirigiéndome un amistoso
saludo, que hizo sonreír a mi Maestro; y me honraron aún más, puesto que me
admitieron en su compañía, de suerte que fui el sexto entre aquellos grandes
genios. Así seguimos hasta donde estaba la luz,
hablando de cosas que es bueno callar, como bueno era hablar de ellas en
el sitio en que nos encontrábamos. Llegamos al pie de un noble castillo,
rodeado siete veces de altas murallas, y defendido alrededor por un bello
riachuelo. Pasamos sobre éste como sobre tierra firme; y atravesando siete
puertas con aquellos sabios, llegamos a un prado de fresca verdura. Allí había
personajes de mirada tranquila y grave, cuyo semblante revelaba una grande
autoridad: hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos luego hacia un extremo
de la pradera; a un sitio despejado, alto y luminoso, desde donde podían verse
todas aquellas almas. Allí, en pie sobre el verde esmalte, me fueron señalados
los grandes espíritus, cuya contemplación me hizo estremecer de alegría. Allí
vi a Electra con muchos de sus compañeros, entre los que conocí a Héctor y a
Eneas; después a César, armado, con sus
ojos de ave de rapiña. Vi en otra parte a Camila y a Pentesilea, y vi al Rey
Latino, que estaba sentado al lado de su hija Lavinia; vi a aquel Bruto, que
arrojó a Tarquino de Roma; a Lucrecia también, a Julia, a Marcia y a Comelia, y
a
Saladino, que estaba solo
y separado de los demás. Habiendo levantado después la vista, vi al maestro de
los que saben, sentado entre su filosófica familia. Todos le admiran, todos lo honran:
vi además a Sócrates y Platón, que estaban más próximos a aquél que los demás;
a Demócrito, que pretende que el mundo ha tenido por origen la casualidad; a
Diógenes, a Anaxágoras y a Tales, a Empédocles, a Heráclito y a Zenón, vi al
buen observador de la cualidad, es decir, a Dioscórides, y vi a Orfeo, a Tulio
y a Lino, y al moralista Séneca; al geómetra Euclides, a Tolomeo, Hipócrates,
Avicena y Galeno, y a Averroes, que hizo el gran comentario. No me es posible
mencionarlos a todos, porque me arrastra el largo tema que he de seguir y
muchas veces las palabras son breves para el asunto. Bien pronto la compañía de
seis queda reducida a dos: mi sabio guía me conduce por otro camino fuera de
aquella inmovilidad hacia un aura temblorosa, y llego a un punto privado
totalmente de luz.
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