Tu hijo adolescente está cambiando. Y
está cambiando a ojos vista. Lo miras cuando duerme y te asombras de que los
pies le asomen una cuarta por el extremo más lejano de la cama. Los brazos se
le enredan, como si no encontraran sitio, y la cabeza pende por la otra punta
de su lecho como la de un pollo muerto. ¡Y es la misma cama que parecía enorme
para él no hace tantos años, cuando con tu esposa decidieron cambiarlo de la
cunita con barrotes porque saltaba afuera de ella como si fuese un mono!
Tu hijo ya no tiene el rostro redondeado y rubicundo de cuando era un niño, sino que la cara ha adquirido rasgos angulosos y su color se torna, día a día, más verdoso. Incluso sus movimientos no tienen ahora la armonía de cuando pequeño, cuando todo, absolutamente todo lo que hacía era gracioso. Arrojaba un plato de sopa al piso y era encantador. Aplastaba con su pequeño piecito las mejores flores del jardín de tu casa y arrancaba risas. Retorcía con saña la piel sedosa del paciente perro y movía a elogios.
Ahora está algo torpe, desmañado y le cuesta habituarse a sus nuevas medidas antropométricas, las que ha adquirido durante el desarrollo Se golpea frecuentemente contra las puertas del aparador, empuja sin querer con los codos los vasos de la mesa y se da la frente con estruendo contra el dintel de la puerta del fondo.
'¿Qué está ocurriendo con mi hijo?',
te preguntas. ¿Qué fenómeno mutante le sucede, que se levanta una mañana y ha
crecido cinco centímetros, sale de dos días con fiebre y se ha estirado ocho?
Porque, incluso, seamos sinceros: huele mal. El sabandija huele a rayos.
¿Adónde quedó ese aroma a talco boratado, a jabón Lanoleche y a perfume suave
que lo envolvía como una nube celestial cuando era muy niño y daba placer
estrujarlo? Ahora emana un tufillo confuso a almizcle y a aguas servidas, a
goma agria y a perro mojado.
Cuando tú entras en su habitación
respiras el aire denso del encierro, un pesado vaho a zoológico, a establo, a
pesebre, a leonera, a mingitorio de baño público. Además, el sabandija se niega
a bañarse. No te lo dice directamente, no te enfrenta mirándote a los ojos
cuando se resiste a entrar a la bañera, no. Pero elude el momento, se olvida,
finge no tener tiempo, aduce que el estudio le quita oportunidades de asearse.
Tu esposa le ha comprado cientos de
nuevas camisetas, algunas de ellas con estampados jubilosos, alegres,
juveniles. Tu hijo, sin embargo, se empecina en usar siempre la misma camiseta
negra, arrugada, con el estampado en blanco de un cocodrilo del Ganges, con la
que ha dormido las últimas nueve noches.
Ahora mismo, mientras lo miras
durmiendo despatarrado sobre la cama que ya le queda chica, adviertes que sus
piernas, esas mismas piernas que, cuando bebé, eran cortas extremidades
rollizas, infladas, rosáceas y regordetas son, de pronto, largas piernas
huesudas que, en sectores, muestran una granulosidad plena de canutos similar a
la de la piel de los pollos congelados. Y en otras zonas unos enormes, largos y
negros pelos simiescos que confieren a tu hijo una apariencia silvestre.
Su piel, por otra parte, en estos
momentos, ya no es más la tersa y suave que tanto te gustaba tocar cuando no
tenía más de 9 años. Tu hijo está viviendo una explosión hormonal, sus
glándulas sebáceas se han declarado en estado de alerta máxima, y revientan,
especialmente sobre la superficie de su rostro, centenares de nuevos granos
amarillentos, cerúleos y purulentos.
¿Qué hay, incluso, sobre sus labios
amoratados? Detectas una sombra. Pero no es, precisamente, la sombra de su
sonrisa, como bien lo poetizaba la canción aquélla. Es un bozo, una pelusa de
bigote, una suerte de suciedad grisácea que brinda a su labio superior un
ribete desprolijo, como si no se hubiese limpiado la base de la nariz luego de
comer cenizas.
Pero mucho te equivocarías si tan sólo
te detuvieras en eso, en la observación de los cambios físicos, notorios y
evidentes. Si sólo te quedaras en precisar que su cabello opaco se enreda en
grumos intrincados, sus rodillas tienen la dimensión de dos tazas de café y su
aliento huele a comadreja. Ocurre algo más, algo más profundo y complicado
aparte del replanteo de diseño y decoración personal de tu hijo. Ocurre algo
más y es esto: tu hijo está cambiando como persona, como ser humano. Como las
serpientes, está mudando de piel y de personalidad.
Hay veces –muchas, debes
confesarlo– en que le hablas y no te oye. Parece escucharte, pero no registra
en lo más mínimo lo que le has dicho. O masculla, simplemente: 'Sí, sí, está
bien. Está bien', como se les dice a los locos, sólo para conformarlos. O,
cuando le reprochas algo, responde con frases de un cinismo notable tales como
'Mala suerte' o 'Qué pena', como aseverando que tus desvelos por corregirlo
serán vanos, morirán, infructuosos, aplastados por los ya escritos designios
del destino. O sólo contesta con un desafiante e insolente
'¿Y...?' cuando su madre le recuerda
que no ha ido este mes a visitar a sus tíos. Y hay otro llamado de atención, te
recuerdo, muy claro y estremecedor, convengamos: en ocasiones te mira como para
matarte. Aquellos ojos de ardilla que se abrían encantadores cuando tú le
mostrabas el libro con la historia de los dos ositos, ahora se clavan en los
tuyos y tú adviertes, lisa y llanamente, que tras sus pupilas titila un brillo
asesino, el mismo que alumbrara la locura homicida de Manson.
Tú te has atrevido a entrar en su habitación luego de golpear un par de veces, desde luego. Le has recordado que debe ir a limpiar el baño que quedó hecho un lodazal luego de que él, por fin, accediera a darse la ducha semanal, y has interrumpido su videojuego en la computadora. Te dijo, rumiante, que ya iría a secar el baño, pero tú, imprudente, has insistido.
Es entonces cuando él te mira tal como
lo describíamos. Te mira y te dice, con una voz donde relampaguea una inflexión
filosa y acerada, separando notoriamente cada sílaba: 'Te-dije-que-ya-iba-a-ir'.
Y serpentea por sus palabras una apenas velada amenaza de homicidio. ¡Es él, tu
hijo, el mismo niño que para las Navidades cantaba junto a ti villancicos con
voz dulce y graciosa! Algo se está solidificando dentro del magma espiritual de
tu muchacho.
Algo, dentro de esa corriente de
agua pura y cristalina que era tu pequeño, se está congelando, está creando sus
propios ángulos y sus propias aristas. Has palpado algo duro allí dentro, por
cierto. ¿Dónde ha quedado aquella personita minúscula, genuinamente inocente,
que se creía la historia del ratoncito que deposita dinero a cambio de un
diente caído? Tú mismo empezaste a cambiarla cuando le enseñaste a negociar, te
informo.
Les has vendido espejitos a los indios,
mi amigo. Les has mostrado el poder del canje, les has cambiado pieles de zorro
por aguardiente. Ahora saben que tú debes darles algo cuando les pidas alguna
cosa. Tu propia esposa inició a tu hijo en eso cuando le prometía dejarlo ver
el programa de televisión con los Muppets si él era tan bueno de comer la
primera cucharada de la repugnante papilla.
Tú mismo lo acostumbraste a la
extorsión cuando negociaste no llevarlo sobre tus hombros en el paseo por el
shopping vecino a cambio de comprarle un chupetín con forma de rinoceronte.
Ahora le pides gentilmente que apague la luz de su pieza cuando no la usa y te
exige diez dólares, le ruegas que no deje tiradas sus ropas por el suelo y
pretende un compact de los Screaming Headless Torsos, le indicas que no apoye
los codos sobre la mesa y ruge que necesita una moto japonesa.
No te sorprendas, mi amigo. La
explicación es muy simple: él está cada vez más parecido a ti mismo, es ya un
delincuente como todos nosotros, es uno más de la banda, lo estamos integrando
jubilosamente en el clan. Y hay otro detalle: ya no puedes pegarle. Ese
coscorrón sonoro sobre el remolino de pelo que tiene en la cabeza, ese manotazo
plano sobre sus asentaderas cuando hacía algo malo, ese zamarreo espasmódico
tomándolo de un hombro cuando berreaba como un demonio, ya no es atinado.
Ahora, te diría que lo pienses muy bien
antes de hacerlo. Ayer mismo le levantaste una mano y te miró fijamente, como
calculando la resistencia de tus huesos, la oposición que presentaría la piel
de tu cuello a la punta doble y metálica de una tijera. Lo miras ahora,
mientras duerme, cuando parece recuperar algo de ese toque angelical que poseía
en el colegio primario, y ves que su espalda tiene casi el mismo ancho que su almohada,
y que los músculos jóvenes de los brazos son protuberancias tensas, como si
tuviese sogas que le corrieran bajo la piel.
Lo comprobaste, además, no hace mucho,
cuando le asestaste un festivo empujón sobre una tetilla, a modo de chanza, y
tu mano chocó contra una superficie que tenía la granítica dureza del cemento,
una dureza que en tu propio cuerpo de padre sólo podría encontrarse en la
hebilla de tu cinturón. Podría matarte con una sola de sus manos, en suma.
Perdiste tu oportunidad de pegarle cuando
estabas a tiempo. Ahora ya es tarde. Pero no te inquietes, tu hijo está en una
etapa de cambios. Su personalidad se retuerce como una culebra caída en el
fuego. Varía día tras día, se transforma, muta. Hoy verás a tu hijo silencioso
y reconcentrado, como preocupado por un futuro que se le antoja amenazante.
Mañana lo verás conversador y tumultuoso, atacado por un hambre feroz que lo
llevará a comer cuatro filetes de cerdo acompañados con huevos fritos. Ayer lo
habías contemplado esquivo y distante, abocado a leer poemas de Verlaine y de
Rimbaud.
Su alma es una suerte de masilla
blanduzca, que se modifica y amolda a las presiones que recibe. Aparece un día
diciendo que quiere ser jugador de basquet, y no se saca durante 24 horas esa
ridícula gorra de los Dodgers. Al día siguiente opina que su destino está en la
Bolsa de Valores y se empecina en lucir un saco oscuro con corbata al tono
sobre los pantalones vaqueros. Mañana por la mañana sostendrá que desea sacar
la visa para irse a vivir a Rusia y criar allí conejos de angora. Por la tarde
confesará que está enamorado y habrá de casarse al poco tiempo. Su perfil, su
forma de ser, fluye, se eleva y se distorsiona como esas voluptuosas volutas
aceitosas que giran dentro de los cilindros iluminados que suelen ponerse como
adorno en las casas de decoración llenos de un líquido ámbar y moroso.
Pero pronto, mucho antes de lo que tú te imaginas, aparecerá el modelo terminado. La naturaleza habrá completado su diseño. Se habrá confirmado la curva de su mandíbula, encontrará su diámetro la extensión de la cintura y las excrecencias de la piel se harán más y más infrecuentes en las inmediaciones de la nariz y la boca. Hasta la voz ya no le patinará tanto en algunos tonos, adquiriendo un matiz más parejo y previsible. Pero lo más importante: podrá advertirse una estructura firme, un andamiaje que sostenga a una personalidad definitiva y consolidada.
Y entonces, mi querido amigo, padre y
custodio de un adolescente, cuanto tu hijo haya adquirido ya una personalidad
concreta, sólida, palpable, buena o mala pero propia, definida, conocerá a una
mujer. Conocerá a una mujer y esa mujer intentará cambiarlo.
Tomado de Te
digo más... y otros cuentos, de Roberto Fontanarrosa.
Publicado
por Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2001
excelente texto ojalá haberlo aprovechado hace unos años atras cuando era un adolescente sin rumbo... ahora percibo la importancia de la literatura, me causa gracia sentirme tan identificado.
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