A la
mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura,
por haberme apartado del camino recto.

Después de haber dado
algún reposo a mi fatigado cuerpo, continué subiendo por la solitaria playa,
procurando afirmar siempre aquel de mis pies que estuviera más bajo. Al
principio de la cuesta, aparecióseme una pantera ágil, de rápidos
movimientos y cubierta de manchada piel. No se separaba de mi vista, sino que interceptaba
de tal modo mi camino, que me volví muchas veces para retroceder. Era a
tiempo que apuntaba el día, y el sol subía rodeado de aquellas estrellas que
estaban con él cuando el amor divino imprimió el primer movimiento a todas las
cosas bellas. Hora y estación tan dulces me daban motivo para augurar bien de
aquella fiera de pintada piel. Pero no tanto que no me infundiera terror el
aspecto de un león que a su vez se me apareció; figuróseme que venía contra
mí, con la cabeza alta y con un hambre tan rabiosa, que hasta el aire parecía
temerle. Siguió a éste una loba que, en medio de su demacración, parecía
cargada de deseos; loba que ha obligado a vivir miserable a mucha gente. El
fuego que despedían sus ojos me causó tal turbación, que perdí la esperanza de
llegar a la cima. Y así como el que gustoso atesora y se entristece y llora con
todos sus pensamientos cuando llega el momento en que sufre una pérdida, así me
hizo padecer aquella inquieta fiera, que, viniendo a mi encuentro, poco a poco
me repelía hacia donde el sol se calla. Mientras yo retrocedía hacia el valle, se
presentó a mi vista uno, que por su prolongado silencio parecía mudo.