“Balada
de la oficina”
Entra. No repares en el sol que dejas en la
calle. El sol está caído en la calle como una blanca mancha de cal. Está
lamiendo ahora nuestra vereda; esta tarde se irá enfrente. Entra. No repares en
el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente como un vaso de
rubia cerveza en una tarde de calor. Hoy, deja el perezoso y contemplativo sol
en la calle. Tú, entra. El sol no es serio. Entra. En la calle también está el
viento. El viento que corre jugando con los fantasmas. Fantasma él también,
pues no se ve con los ojos de la cara, y se le siente. El viento está jugando;
ya corriendo una loca carrera por en medio de la calle; ya golpeándose las
sienes contra las paredes de las casas; ya deshilándose en las copas de los
árboles... f... f... f... f... El viento es juguetón como un recental; esto no
es serio. Tú, entra.
Deja en la calle sol, viento, movimiento
loco; todo, entra.
¿Qué podrías hacer en la calle? ¿No tienes
vergüenza, estúpido sentimental, regodearte con el sol como un anciano blanco,
y esqueletoso, y centenario? ¿No te humillas, en tu actual situación de
muchacho fornido, dejarte forrar por el viento como una hoja dentro de un
remolino?
¡Y la lluvia! No te avergonzaré recordándote
que los otros días estuviste tres horas, ¡tres horas!, contemplando tras la
vidriera del café, caer y caer y caer, monótonamente, estúpidamente, una larga,
monótona y estúpida lluvia. Entra, entra.
Entra; penetra en mi vientre, que no es
oscuro, porque, ¡mira cuántos Osram flechan sus luminosos ojos de azufre
encendido como pupilas de gata! Penetra en mi carne, y estarás resguardado
contra el sol que quema, el viento que golpea, la lluvia que moja y el frío que
enferma.
Entra; así tendrás la certeza -que dará paz a
tu espíritu, de obtener todos los días pan para la boca de tus pequeñuelos.
¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y
del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo te daré para ellos pan
y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno y no desgarres las
prescripciones que tú sabes; jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni
pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.
Además, cumplirás con tu deber. Tu Deber.
¿Entiendes? El trabajo no deshonra sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El
hombre ha nacido para trabajar.
Entra; urge trabajar. La vida moderna es
complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra;
siempre hay trabajo aquí.
No te aburrirás; al contrario, encontrarás
con qué matizar tu vida. (Además de que es un Deber.) Entra. Siéntate. Trabaja.
Son cuatro horas apenas. Cuatro horas. Pero eso sí; nada de engañifas ni
simulaciones ni sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es limpia, exacta y
voluntariosa -voluntariosa sobre todo-, los jefes te felicitarán. Tú estás
sano; puedes resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo las has resistido?
Ahora vete a almorzar. Y vuelve a hora cabal exacta precisa matemática.
¡Cuidado! Porque si todos se atrasaran se derrumbaría la disciplina y sin
disciplina no puede existir nada serio. Otras cuatro horas al día. Nadie se
muere trabajando ocho horas diarias. Tú mismo dime: ¿no has estado remando el
domingo once o doce horas cansando tus músculos en una labor con el agua que me
abstengo de calificar por el ningún rendimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con
inminente peligro de ahogarte! Yo sólo te exijo ocho horas. Y te pago; te
visto; te doy de comer. ¡No me lo agradezcas! Yo soy así.
Ahora vete contento. Has cumplido con tu
Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto,
sin vicios. Y vuelve mañana y todos los días durante 25 años; durante los 9.125
días que llegas a mí yo te abriré mi seno de madre; después si no te has muerto
tísico te daré la jubilación.
Entonces gozarás del sol y al día siguiente
te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu Deber!
De Roberto Mariani. “Cuentos de la oficina”
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